La ciudad de Sydney, al igual que el resto de ciudades australianas, ha crecido durante el último siglo en base al modelo de desarrollo urbano de la ciudad jardín, a pesar de que ya han pasado varias décadas desde que arquitectos y urbanistas somos plenamente conscientes de los perjuicios que conlleva dicho modelo. Seguramente la llegada de la ciudad jardín a Australia no tenga tanto que ver con su creador, el urbanista británico Ebenezer Howard —con quien podríamos fácilmente establecer conexiones en base a los lazos coloniales que unen al Reino Unido con Australia— y sí mucho más con Walter Burley Griffin –quien había trabajado para Frank Lloyd Wright durante su etapa de las Casas de la Pradera– al ganar el concurso para la nueva capital Canberra. Hasta entonces, tanto la arquitectura como el urbanismo australianos seguían los referentes de la ciudad densa europea y más concretamente del modelo victoriano inglés. El resultado ha sido una ciudad con un centro hiper-densificado e incluso sobresaturado, rodeado por una periferia de baja densidad que se extiende unos 30 km al Norte, otros 30 km al Sur y unos 70 km al Oeste. Esto ha dado lugar a una densidad de población excesivamente baja, unos 400 habitantes por kilómetro cuadrado, que conlleva problemas de gasto de energía, de tiempo en desplazamientos, de calidad de las infraestructuras de transporte –que en algunas áreas están saturadas o son insuficientes-, de carencia de espacio generador de actividad urbana, de dependencia del coche y de, quizás el peor fruto, la consolidación de varias generaciones de ciudadanos que no son suficientemente conscientes de los males que provoca este tipo de urbanismo y que están únicamente movidos por el sueño ideal de la casa con jardín. Ahondando en el problema, la división del territorio en varias decenas de ayuntamientos, con oficinas de planeamiento urbanístico independientes, impide una visión y actuación global sobre la ciudad.
El único cambio reseñable de modelo empieza a ser claramente visible a partir de los sesenta, aunque existen algunos ejemplos previos. Las viviendas unifamiliares aisladas dan paso –a veces en barrios completos, otras solo en edificaciones puntuales– a pequeños edificios residenciales aislados de tres a cinco plantas. Parece como si las viviendas unifamiliares hubieran sufrido un proceso de escalado, la estructura urbana se mantiene, pero la densidad aumenta. El tejido sigue siendo puramente residencial, huérfano de actividades que pudieran generar vida urbana, por lo que los problemas anteriormente mencionados no solo no se resuelven, sino que aumentan, especialmente los relacionados con la congestión de los flujos de movimiento. Paralelamente, el “verde” se ha convertido en el tema principal para unos técnicos municipales que miden la sostenibilidad y la calidad urbana únicamente en función de la cantidad de vegetación que rodea a cada edificio.
Ésta es la tónica general de toda la ciudad, a excepción del centro financiero y de algunas áreas en las que ha perdurado el modelo urbanístico anterior a la llegada de la ciudad jardín, con manzana cerrada, calle corredor, edificaciones de dos a tres alturas y, en algunos casos, comercios en planta baja.
La parcela se sitúa en el centro de uno de los múltiples Ayuntamientos periféricos de la ciudad. Al igual que prácticamente la totalidad de los Ayuntamientos periféricos, su estructura es la de un pequeño centro, apenas una o dos manzanas, que se ha hiper-densificado durante las últimas décadas. Está formado por un gran centro comercial, algún equipamiento y edificios residenciales de gran altura. El centro comercial se presenta como el único foco generador de actividad urbana, el símbolo del urbanismo tardocapitalista. Alrededor nos encontramos con un tejido exclusivamente residencial de gran extensión, que alterna viviendas unifamiliares y los pequeños bloques residenciales de tres a cinco alturas anteriormente mencionados. Como Koolhaas ya ha señalado en alguna ocasión, el perímetro se vuelve relativo y la ciudad tiende a estar en todos lados y a la vez en ninguna parte.
Las bases del concurso pedían un complejo de hasta 66.000 m2 —sin incluir parking— que englobara oficinas, viviendas, comercios, espacios culturales, multifuncionales y una plaza pública. La parcela, de geometría triangular, se sitúa entre el voluminoso centro comercial y el tejido residencial de baja escala. No había restricciones en altura.
Tras este análisis, entendimos que era necesario responder a tres problemas: (1) la conexión entre dos tipologías urbanas completamente diferentes: Por un lado, el pesado, inerte y abrumador volumen del centro comercial, junto a sus colindantes edificios residenciales de gran altura; por otro lado, el desparrame de las viviendas unifamiliares; (2) la alta densidad requerida por las bases del concurso; (3) la geometría irregular de la parcela.
El proyecto plantea la dualidad entre repetición y singularidad, entre igualdad y diversidad, es decir, utilizar elementos similares para crear circunstancias diferentes. Partiendo de un elemento tan sencillo como un cubo, y a través de un mecanismo de repetición, conseguimos que la arquitectura adquiera diversidad, dinamismo, diferenciación y espontaneidad. El resultado es una composición en “crescendo” de diferentes alturas, dispuesta en una sutil e irregular agrupación que rechaza ser resuelta en una forma preestablecida, y conformada tal que se maximizan las vistas hacia el paisaje, produciendo novedosos e interesantes puntos de vista.
En lugar de crear un estructura de torres aisladas, esta arquitectura propone una estructura de volúmenes interconectados, fragmentados y articulados, que sirvan tanto de transición entre las dos escalas urbanas antes citadas como para atenuar el impacto de la gran densidad demandada.
La gran plaza en el centro del proyecto da lugar a un amplio espacio público que actúa como catalizador de las circulaciones y actividades del lugar, con oportunidades para la interacción social.